Cazadores de atardeceres por un finde

"Nos vamos". Nunca voy a entender por qué resultan tan emocionantes esas palabras. ¿Será tan mala la vida acá o tan fuerte la necesidad domesticada de salir a recorrer el mundo? Pero el objetivo mío y de mis amigos aquel fin de semana no era conocer nuevos lugares, si no más bien desprendernos del día a día. Teníamos un tanque de gasolina, un mapa para ir a dónde quisiéramos y cada uno veinte años en el bolsillo, así que decidimos escapar. De la rutina. De la civilización. De la hipocresía. De las campañas políticas. De las caras conocidas. De la música repetitiva. De los cielos que no oscurecen del todo ni en la mitad de la noche.
Escapar de mentira también, por que aunque en el medio no había tiempo ni obligaciones, el regreso ya tenía fecha, las horas totales ya estaban computarizadas. 62 horas de libertad serían, pero es mejor que nada supongo; supusimos. Partimos con el auto cargado de dos carpas, comida, música, pares de ojos bien abiertos y, mientras comenzaban a correr las rondas de cerveza y mate, direccionamos el auto hacia Necochea. Nadie sabía qué nos esperaba en aquel lugar tan innecesariamente lejos, tan conocido por tantos pero pisado por pocos. Tampoco sabíamos qué queríamos que nos esperase ahí, pero había algo que buscábamos más allá del mero hecho de no estar más acá. ¿Un sentimiento olvidado quizás? ¿Un recuerdo de arcilla para dejar en un estante? ¿Un cambio momentáneo en una vida que cuesta sacar del sendero y hacer galopar por el pasto?
No creo que estábamos buscando el frío que nos besó las manos cuando nos dispusimos a armar las carpas cuando la Montero se deslizó dentro del camping a las dos de la mañana. Tampoco creo que fuimos tras las incontables risas o partidos de Uno que batallamos a la luz de una linterna agonizante aquella madrugada. O tras el fuego que no prendía o el arroz que no se calentaba al día siguiente. Anécdotas de bolsillo: las doblé en una foto y les cedí un rincón de la memoria, pero sabía que eso no era lo que buscábamos.

Tres de la tarde y ya comenzaba a pensar que quizás no buscábamos nada por que nada había que buscar. Si nadie puede justificar la guerra, el amor o la injusticia, ¿por qué teníamos que nosotros justificar un escaparnos de mentira? Quizás era verdad que lo único que queríamos era no estar dónde estábamos antes.



Encendimos los motores de vuelta y nos fuimos a buscar qué había más allá de aquel pueblo fantasma que nos hospedaba. Poco a poco vimos cómo las casitas se disolvían en árboles y los árboles en roca y la roca en arena, que se quebraban hacia el vacío para caer y llegar al mar. Ahí, al costado de un acantilado, frenamos el auto y bajamos. Sonreímos mirando a nuestro alrededor: ni Dios sabía dónde estábamos, pero habíamos llegado. Sí, esto era lo que buscábamos.
¿Cómo describir la paz que trae que la playa esté tan desierta que podamos apreciar como la tierra le dice "no vuelvas" a las olas y estas insisten otra vez? ¿Tendrá un nombre la mezcla de libertad y felicidad que trae extender el cuerpo fuera del auto y saludar al sin fin de dunas que se extienden delante? ¿Habrá alguna palabra que describa lo que se siente permanecer en silencio y esperar a que el sol estalle en su espectáculo de mil colores mientras se despide del día? ¿O alguna manera de medir el asombro que trae cuando cae la noche y la oscuridad es tan negra que el cielo estalla en estrellas y galaxias? Lo dudo. Supongo que solo etiquetamos las palabras y codificamos los sentimientos que sabemos que encontraremos en el día a día. Pero hay algo inigualable sobre que el mundo te preste un pedacito suyo, y hay algo aún más increíble sobre compartirlo con las personas que querés.


Y da hasta miedo quizás, pensar que lo único que se necesita para ser absolutamente feliz es agua caliente en el termo, buena compañía y una buena ubicación para ver el espectáculo de la vida. Y da un poco de tristeza quizás, pensar que en el día a día nunca parece haber tiempo para estar persiguiendo atardeceres como este o noches estrelladas como la que le siguieron. 

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